Revista de la Municipalidad Distrital de Marca

3 nov 2007

AGOSTO. Marca es una fiesta




Escribe: Ricardo Vírhuez Villafane

Marca no es un pueblo, es una ilusión. Es hermosa y pequeña como una postal. Uno se resiste a creer que la tranquilidad, la belleza del paisaje, los olores de la tierra y el eucalipto, la música del río y las guitarras cantarinas fueran a combinarse como se unen las palabras en un verso. Y está tan cerca, apenas a cinco o seis horas de Lima, en la provincia de Recuay, Ancash. Nosotros ya la habíamos visitado tantas veces, y no sabíamos si los recuerdos inventan el sabor de la alegría o es la realidad la que nos pinta su suave presencia.

De entre sus tantas fiestas, la más famosa y comentada es la de agosto. No sabría decirlo, pero al igual que en otros distritos ancashinos, el pueblo se viste con el color de la memoria: la historia renace para estar presente, y los hombres y mujeres la viven nuevamente para amar, celebrar y recordarse más vivos que nunca.

Marca es tan bella como un suspiro, como una mariposa en pleno vuelo o un arcoíris cantando. Y la comparación no es gratuita. Entre sus bosques de eucalipto, sus truchas escondidas en los ríos de Marca y Queshcán y sus callecitas empedradas o polvorosas, surge una sensación acogedora y eficaz para la creación, el descanso o la fiesta.

Es cierto que su fiesta de agosto reúne a la gente dispersa. Es cierto que las pallas se acercan a ti, colocan su pañoleta de mil colores sobre tu hombro y te sonríen. Así surge la magia. Puedes enamorarte o abandonarte, pero no se puede dejar de admirar a esas mujeres cuyos ojos están ocultos por un cerquillo de perlas mientras a tu lado bailan el Inca y el Rumiñahui, y el Auquish hace estallar latigazos al viento en señal de protección y advertencia. Es necesario anudar un billete o unas monedas en la pañoleta de la palla y devolverla, y esperar a que la próxima pieza ella se acuerde de ti.

Pero cuidado, porque detrás vienen el Capitán de la Fiesta y sus dos pajes; sí, llegan los conquistadores a caballo o danzando, y a cada paso entrechocan sus espuelas y levantan las espadas relucientes. Escapan el Inca y las pallas, y toda la fiesta no es más que una persecución lenta, segura y conocida.

En los cerros cantan las flores como aves: la llima-llima y el bonito pullu-pullu son nombres como caricias; el cantu-weta, el wéshull y el yáwar-shutí, y las clavelinas, el yarqué y el corpus-corpus son, más bien, aguardiente en la garganta; y la españolada, la ñaccha-weta, las campanillas y las siemprevivas, y también las wachocsas, y el tayar, como flor de tauri, son voces de la tierra o cantos de la lluvia. Son palabras como la misma fiesta. Porque Marca no es un pueblo, es una canción.

Es cierto que el día nueve queman los castillos brillantes y breves, como un beso robado. Y que el once es la corrida de toros. Pero también es cierto que Sháncur, el apu del pueblo, jirca de piedra y de historia, acoge la alegría de lugareños y visitantes. No hay marquino que no se haya bautizado, en las fiestas, con calentito o washco, y ahora con cerveza y caliche. Ver a los marquinos con poncho y bufanda, y a las marquinas con sus vestidos de colores, llicllas y sombreros, es una invitación para ser pintor o artista de la palabra. Porque Marca no es un pueblo, es un sueño.

Si uno mira el ave que cruza el cielo exageradamente azul, sabe que no es un cóndor. Pero puede ser, nuevamente, una fiesta de los nombres: winchus o chihuillos maiceros, jarcas, cárpish o cúllcush pequeñitos, carwayuc, rucus, halcones o fugaces gavilanes; quilicshas, chollcos, quércuchís y siquiwicsu; también las wayanitas, el yacushúllac y el tuctupillín; el tuctuwísh, el cashró y el llécllish; el yacupishco, la agorera pacapaca y el tucu, y también la chacua, la pichichanca y el huanchaco, y si uno sigue sabe que podrá empacharse de nombres tan bellos como extraños. Porque Marca no es un pueblo, es historia.

Ahora lleva el bello sobrenombre de «Perla de vertientes». Marca era ruta hacia Huaraz, antes de que la autopista se desviara por Cajacay y Conococha. Y mucho más antes de que la visitaran Bolívar o Cáceres, o que los incas pisaran esta tierra, era reducto de los misteriosos hombres de los cuatro ayllus marquinos: Paracmarca, Pirkeymarca, Chaupismarca y Jacamarca. Un observatorio astronómico como el de Pacón, o las tumbas pétreas de Intijequé, Iglesiaqaqa o Límacjirca, nos hablan del idioma de siglos, del habla muda de los tiempos.

Pero la fiesta de agosto continúa, y antes de la corrida de toros aparecen el Capitán de la Tarde y sus dos pajes, montados en caballos de paso, y surgen incontenibles las rondas humanas, la huayllashada, los vozarrones de las bandas de música, y ese grito divertido e irónico que es la huayllarada. Ole, toro, grita el respetable. Y todos gritan oooleee, y los borrachitos vuelan por los aires o alfombran el piso de polvo, sudor y carcajadas. Porque Marca no es un pueblo, es una fiesta. Y aunque el Inca es atrapado finalmente por el Capitán de la Fiesta, y se derrame chicha y cerveza en señal de duelo, permanece la mirada incógnita de las pallas clavada en esa otra mirada que es la nuestra.

El final es el comienzo del recuerdo. Y Marca permanece entre los cerros verdes y amarillos, y queda el corazón como al principio del mundo cuando del asombro nació el conocimiento.

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